Volver
a las palabras recuerda la puerta del colegio, los amigos de la infancia, los
cielos nuevos, una melancolía sonriente.
Aposté
por dormir entre arboles, beber el agua que recorren las flores, dejar mi
cuerpo en el cauce del río. Pero los arboles se secaron, las flores marchitaron
y el río se secó.
¿Y
que hogar es mi hogar?
Le
pregunté en sueños a varias personas que se entrelazaban en mi mente, algunas
me hablaban del norte, otras recalcaban el sur… pero yo seguía sin saber donde
estaba mi hogar.
Me
senté en todas las plazas de está egoísta ciudad, las ardillas no bajaron, las
palomas prefieron mantenerse en el aire, las personas no miran a los lados; así
que comprendiendo que nadie me daría la respuesta vague entre estados disociados.
Caminé
bajo el sol, que irritó mis ojos; caminé bajo la lluvia, que inundó mis pies;
también caminé entre carros, que no me dejaban escuchar mis pensamientos y solo
el caminar bajo el cielo estrellado calmó mi ansiedad.
Por
eso me desplomé fuera de la ciudad, alejada del ruido y las luces.
Siguiendo
las estrellas con mis dedos, perdiéndome una y otra vez entre tantos puntos
titilantes. Y fue allí cuando sentí la luna mirándome fijamente, por un momento
sentí que formaba palabras con su coloración y me obsesioné con ella, debía
buscarla, estar dentro y sobre ella.
Ingenié
mil planes, uní nubes con piedras, recorté arcoíris para formar cuerdas. Recolecté
hojas marchitas que hicieran un colchón para poder saltar a ella. Nada parecía
funcionar, ella simplemente estaba fuera de mi orbita.
Y
me senté a esperar el fin, ya sin razones para andar. Y suspirando comencé a
escribirle a la luna todas las historias que desde niña sabía de ella, busqué
mis libros más queridos donde mencionaban su resplandor e incluso las canciones
que tantos días tarareaba sobre ella, y comencé a emerger de las palabras, a
despegarme del suelo y acercarme más a “ella”.
Llegué
hasta su superficie casi extasiada, la abracé, la besé, le dije lo mucho que la
ansiaba y ella silente solo desprendía un ambiente cálido par mis manos y
mejillas. Me senté a observarla, mientras repetía- ¿dónde estás que no me miras
como todas las noches?
Giró
lentamente dejando a la vista una laguna cristalina, inmutable, cuando estuvo
a mí altura pude reflejarme sobre ella: ¡Resulta que era mirada! Cuantos días
mirando fuera… comprendí que mi hogar siempre estuvo dentro de mí.